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lunes, 12 de mayo de 2014

La lucha por las libertades



Meditando un poco sobre las características propias del hombre, especialmente su género masculino, he descubierto que uno de los mayores anhelos de todo varón que ha posado sus pies en la tierra, es el deseo de libertades, sin embargo, conforme pasa el tiempo y la humanidad se desarrolla, el hombre sigue siendo privado de aquellas libertades primarias que instintivamente se buscan desde el momento en que nacemos.
Recuerdo yo especialmente en mis primeros años de infancia, como fui privado de toda clase de deseos innatos que instintivamente el cuerpo me los pedía, de hecho aún tengo frescas en mi mente las imágenes, yo, un ser indómito y salvaje de seis años, llegando de la escuela, y lo único que realmente deseaba en aquel instante era, quitarme los zapatos y revolcarme en el piso de la sala, para sentir la frescura del suelo de terrazos, pero entonces allí estaba, aquella prohibición contranatural que hace retorcer hasta al páncreas más fuerte y aguerrido. –“Oye tú, pon los zapatos donde corresponde, no los dejes tirados en medio de la sala, y deja de revolcarte allí”-
Allí están las primeras cadenas que te atan a una vida en que las libertades se convierten en prohibiciones, y de allí en adelante, el hombre seguirá pujando contra el mundo con el fin de obtener esa libertad ansiada, pero irónicamente seguirá echándose a sí mismo, lazos en su cuello que lo ataran por el resto de su existir a estas prohibiciones que hacen de la vida un suplicio constante.
Si alguien no me cree simplemente debe observar la rutina de un hombre trabajador, que ha decidido sacrificar su tiempo para permanecer atado a una empresa entre un periodo de ocho a diez horas diarias, y que al llegar a casa, dejándose dominar por el instinto, se quita los zapatos allí justo después de haber cerrado la puerta, y disfruta el caminar por el suelo de cerámica con los calcetines puestos, de hecho nada se disfruta más que eso, se quita el chaleco, lo pone sobre un mueble, la faja sobre el desayunador, y cuando se apresta a recostarse sobre el sofá grande, siente la mirada acusadora de su esposa que hiere su frente como si ella tuviese rayos laser saliendo de sus iris.
En ese momento atisbamos a sonreír como si con eso pretendiéramos apaciguar su enojo, y casi automáticamente nos levantamos y empezamos a recoger lo que hemos tirado para llevarlo a su sitio, entonces pensamos que veinticinco años después, no hemos cambiado mucho, solamente cambia el lugar y la persona que nos ha negado las libertades tan ansiadas, pero seguimos atados a ello.
Otra libertad que se le niega regularmente al hombre es la libertad a mantener su espacio personal inviolable, esto es especialmente duro, sobre todo si te has iniciado en las prácticas de la misantropía, sin embargo probablemente nunca sufras esto si tienes auto propio, pero si un día sucede que desgraciadamente el girar del cosmos lleva a que tu vehículo se averíe, entonces conocerás lo grave de esta situación cuando te ves obligado a utilizar el autobús de la ruta urbana.
Para empezar, la primera libertad violada en este caso, es la libertad a mantener tus oídos libres de ruidos desagradables, esto es así porque ni bien has puesto un pie dentro del vehículo, ya empiezas a escuchar las bachatas de aventura a todo volumen, y esto, cuando eres un ermitaño, se asemeja a recibir tortura de la CIA y la KGB juntas, de hecho he llegado a sentir que preferiría en ese momento, escuchar el sonido del generador de energía de una silla eléctrica en la cual estuviera sentado, que el escuchar esa guitarra de ritmo machacado y esa voz poco varonil cantando cursilerías.
Ya sufriendo este ataque a nuestra integridad psicológica, pareciera que la cosa no pudiera ir peor, mas no debemos olvidar que esta no es la mayor libertad violada en el infierno rodante llamado autobús que hemos abordado, no, aún falta ese ataque más directo y aterrorizante para todo aquel que no soporta ser tocado por otra persona, resulta que mientras vas absorto en tus pensamientos, sentado al fondo del asiento en el lado de la ventana tratando de ignorar la música, si es que se  le puede llamar así, la cual va a todo volumen, pues resulta que cuando más desprevenido estas, llega un sujeto grande y corpulento, usando sus pantalones cortos, mostrando esas pantorrillas velludas y grotescas, y sin mediar palabra se sienta al lado tuyo, en el mismo asiento, cabe destacar que debido a su tamaño, no le basta su mitad del  asiento, así que se toma tres cuartas partes del mismo, relegándote a un pequeño rincón en el que tratas de reducirte lo más posible al sentir su desagradable calor corporal quemándote la pierna, sin embargo, eso no le basta, y separa sus rodillas dejándote ahora con un pequeño espacio en forma de triángulo entre la pared del autobús, el respaldar del asiento, y su velluda pierna que te acosa, en este momento regresas a aquellas fantasías que solías tener de niño, en las que te imaginabas que eras un mutante miembro de los “x-men” y que tu poder especial era producir espinas grandes y afiladas que salieran de tu cuerpo, de hecho juraría que por un instante incluso te has puesto las manos en las sienes, con la intención de concentrar toda tu energía y llegar a tener este tipo de poder, o algun otro en el que pudieras quemar todo lo que estuviera alrededor tuyo.
Finalmente, y cuando ya te has resignado a seguir el viaje con aquel sujeto aprisionándote allí, ocurre, lo que yo llamaría, el punto máximo de tormento que puede recibir el “toco maníaco”, que es la expresión que define al sujeto que no soporta ser tocado por otros, y es que cuando ya nada podría ser peor, aquel individuo recae en un viejo vicio, “dormir en el autobús”, y ahora empieza a oprimirte mucho más pues empieza  a dejar caer su peso sobre ti, y lo que es peor y tan desagradable que de solo pensarlo se me retuerce el bazo, es que sientes como su barba, empieza a rozar tus mejillas, y sientes su respiración caliente sobre ti, y allí, en ese momento no sabes si gritar, si golpearlo, o si estrellar tu cabeza contra el vidrio de la ventana para romperlo, lanzarte al pavimento y acabar de una vez con aquella tortura.
Ha pasado casi una hora, y te das cuenta que casi has perdido lo que quedaba de humanidad en ti, cuando al fin logras divisar al fondo de la carretera, el lugar donde debes bajarte, así que mientras aun estas a suficiente distancia, empiezas a tratar de levantarte de debajo de aquella masa corpulenta que ahora ronca tranquilamente sobre ti, como puedes, logras salir de su abrazo infernal, y pasas al pasillo que mide aproximada mente pie y medio entre ambas filas de asientos, y en la cual se han acomodado tres filas de personas de pie, y vas saliendo de entre ellos, sintiéndote como si excavaras a través de una montaña de gente sudada y maloliente, y allí vas arrastrándote, como cuando las lombrices se arrastran a través del suelo húmedo del jardín, y cuando estas casi por llegar a la puerta, ves que ya te has pasado de tu punto de parada, así que le dices, prontamente al chofer, “¡Disculpe! Bajan”, él te observa por el retrovisor haciendote mala cara y dice, “Eso se avisa con tiempo ahora se baja en la próxima”  y el autobús avanza casi medio kilómetro, hasta que al fin puedes salir, casi sientes que vas a saltar de la emoción, de poder mover tus brazos y tus piernas libremente, te alegra el poder limpiar los restos de saliva de aquel “vello durmiente” que se acostó sobre ti todo el viaje, así que sin importar la distancia que debes caminar de regreso, vas caminando optimista, feliz de haber recobrado tu libertad, tan feliz que hasta te nace del corazón el tararear una melodía “tun turun tun tururun tururun, tun turun tun tun”. Ahhhhh maldigo el día en que se inventó la bachata, porque rayos se me tenía que pegar a mí esa cancioncita de porquería.

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