Meditando un poco sobre las características
propias del hombre, especialmente su género masculino, he descubierto que uno
de los mayores anhelos de todo varón que ha posado sus pies en la tierra, es el
deseo de libertades, sin embargo, conforme pasa el tiempo y la humanidad se
desarrolla, el hombre sigue siendo privado de aquellas libertades primarias que
instintivamente se buscan desde el momento en que nacemos.
Recuerdo yo especialmente en mis
primeros años de infancia, como fui privado de toda clase de deseos innatos que
instintivamente el cuerpo me los pedía, de hecho aún tengo frescas en mi mente
las imágenes, yo, un ser indómito y salvaje de seis años, llegando de la
escuela, y lo único que realmente deseaba en aquel instante era, quitarme los
zapatos y revolcarme en el piso de la sala, para sentir la frescura del suelo
de terrazos, pero entonces allí estaba, aquella prohibición contranatural que
hace retorcer hasta al páncreas más fuerte y aguerrido. –“Oye tú, pon los
zapatos donde corresponde, no los dejes tirados en medio de la sala, y deja de
revolcarte allí”-
Allí están las primeras cadenas
que te atan a una vida en que las libertades se convierten en prohibiciones, y
de allí en adelante, el hombre seguirá pujando contra el mundo con el fin de
obtener esa libertad ansiada, pero irónicamente seguirá echándose a sí mismo,
lazos en su cuello que lo ataran por el resto de su existir a estas
prohibiciones que hacen de la vida un suplicio constante.
Si alguien no me cree simplemente
debe observar la rutina de un hombre trabajador, que ha decidido sacrificar su
tiempo para permanecer atado a una empresa entre un periodo de ocho a diez
horas diarias, y que al llegar a casa, dejándose dominar por el instinto, se quita
los zapatos allí justo después de haber cerrado la puerta, y disfruta el
caminar por el suelo de cerámica con los calcetines puestos, de hecho nada se
disfruta más que eso, se quita el chaleco, lo pone sobre un mueble, la faja
sobre el desayunador, y cuando se apresta a recostarse sobre el sofá grande,
siente la mirada acusadora de su esposa que hiere su frente como si ella
tuviese rayos laser saliendo de sus iris.
En ese momento atisbamos a sonreír
como si con eso pretendiéramos apaciguar su enojo, y casi automáticamente nos
levantamos y empezamos a recoger lo que hemos tirado para llevarlo a su sitio, entonces
pensamos que veinticinco años después, no hemos cambiado mucho, solamente
cambia el lugar y la persona que nos ha negado las libertades tan ansiadas,
pero seguimos atados a ello.
Otra libertad que se le niega
regularmente al hombre es la libertad a mantener su espacio personal
inviolable, esto es especialmente duro, sobre todo si te has iniciado en las prácticas
de la misantropía, sin embargo probablemente nunca sufras esto si tienes auto
propio, pero si un día sucede que desgraciadamente el girar del cosmos lleva a
que tu vehículo se averíe, entonces conocerás lo grave de esta situación cuando
te ves obligado a utilizar el autobús de la ruta urbana.
Para empezar, la primera libertad
violada en este caso, es la libertad a mantener tus oídos libres de ruidos
desagradables, esto es así porque ni bien has puesto un pie dentro del vehículo,
ya empiezas a escuchar las bachatas de aventura a todo volumen, y esto, cuando
eres un ermitaño, se asemeja a recibir tortura de la CIA y la KGB juntas, de
hecho he llegado a sentir que preferiría en ese momento, escuchar el sonido del
generador de energía de una silla eléctrica en la cual estuviera sentado, que
el escuchar esa guitarra de ritmo machacado y esa voz poco varonil cantando cursilerías.
Ya sufriendo este ataque a
nuestra integridad psicológica, pareciera que la cosa no pudiera ir peor, mas
no debemos olvidar que esta no es la mayor libertad violada en el infierno
rodante llamado autobús que hemos abordado, no, aún falta ese ataque más directo y aterrorizante
para todo aquel que no soporta ser tocado por otra persona, resulta que
mientras vas absorto en tus pensamientos, sentado al fondo del asiento en el
lado de la ventana tratando de ignorar la música, si es que se le puede llamar así, la cual va a todo
volumen, pues resulta que cuando más desprevenido estas, llega un sujeto grande
y corpulento, usando sus pantalones cortos, mostrando esas pantorrillas
velludas y grotescas, y sin mediar palabra se sienta al lado tuyo, en el mismo
asiento, cabe destacar que debido a su tamaño, no le basta su mitad del asiento, así que se toma tres cuartas partes
del mismo, relegándote a un pequeño rincón en el que tratas de reducirte lo más
posible al sentir su desagradable calor corporal quemándote la pierna, sin
embargo, eso no le basta, y separa sus rodillas dejándote ahora con un pequeño
espacio en forma de triángulo entre la pared del autobús, el respaldar del
asiento, y su velluda pierna que te acosa, en este momento regresas a aquellas fantasías
que solías tener de niño, en las que te imaginabas que eras un mutante miembro de
los “x-men” y que tu poder especial era producir espinas grandes y afiladas que
salieran de tu cuerpo, de hecho juraría que por un instante incluso te has
puesto las manos en las sienes, con la intención de concentrar toda tu energía y
llegar a tener este tipo de poder, o algun otro en el que pudieras quemar todo lo que
estuviera alrededor tuyo.
Finalmente, y cuando ya te has
resignado a seguir el viaje con aquel sujeto aprisionándote allí, ocurre, lo
que yo llamaría, el punto máximo de tormento que puede recibir el “toco maníaco”,
que es la expresión que define al sujeto que no soporta ser tocado por otros, y
es que cuando ya nada podría ser peor, aquel individuo recae en un viejo vicio,
“dormir en el autobús”, y ahora empieza a oprimirte mucho más pues empieza a dejar caer su peso sobre ti, y lo que es
peor y tan desagradable que de solo pensarlo se me retuerce el bazo, es que
sientes como su barba, empieza a rozar tus mejillas, y sientes su respiración caliente
sobre ti, y allí, en ese momento no sabes si gritar, si golpearlo, o si
estrellar tu cabeza contra el vidrio de la ventana para romperlo, lanzarte al
pavimento y acabar de una vez con aquella tortura.
Ha pasado casi una hora, y te das
cuenta que casi has perdido lo que quedaba de humanidad en ti, cuando al fin
logras divisar al fondo de la carretera, el lugar donde debes bajarte, así que
mientras aun estas a suficiente distancia, empiezas a tratar de levantarte de
debajo de aquella masa corpulenta que ahora ronca tranquilamente sobre ti, como
puedes, logras salir de su abrazo infernal, y pasas al pasillo que mide
aproximada mente pie y medio entre ambas filas de asientos, y en la cual se han
acomodado tres filas de personas de pie, y vas saliendo de entre ellos, sintiéndote
como si excavaras a través de una montaña de gente sudada y maloliente, y allí
vas arrastrándote, como cuando las lombrices se arrastran a través del suelo húmedo
del jardín, y cuando estas casi por llegar a la puerta, ves que ya te has
pasado de tu punto de parada, así que le dices, prontamente al chofer, “¡Disculpe!
Bajan”, él te observa por el retrovisor haciendote mala cara y dice, “Eso se avisa con tiempo ahora
se baja en la próxima” y el autobús avanza
casi medio kilómetro, hasta que al fin puedes salir, casi sientes que vas a
saltar de la emoción, de poder mover tus brazos y tus piernas libremente, te
alegra el poder limpiar los restos de saliva de aquel “vello durmiente” que se acostó
sobre ti todo el viaje, así que sin importar la distancia que debes caminar de
regreso, vas caminando optimista, feliz de haber recobrado tu libertad, tan
feliz que hasta te nace del corazón el tararear una melodía “tun turun tun
tururun tururun, tun turun tun tun”. Ahhhhh maldigo el día en que se inventó la
bachata, porque rayos se me tenía que pegar a mí esa cancioncita de porquería.
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